Por Gabriel Moreno.-
Recuerdo que, siendo yo un preso político, tenía vivos afanes
por el estudio del idioma francés (en realidad como autodidacta estudiaba de todo) y, de instructor mío, en esos
menesteres, fungía un amigo trotamundo traído prisión por sus múltiples
andares traviesos.
Una de las características de ese amigo, es que era muy mentiroso. Y, eso de mentir, en lo atinente a
los estudios, dejaba secuelas dañosas.
Cuando mi amigo no sabía, al igual que yo, el significado de
una palabra en francés, él le inventaba el significado.
El resultado era de esperarse: ni yo aprendía ni el
instructor enseñaba.
A percatarme de lo que les cuento, vino la ruptura con mi
instructor.
El educador, por excelencia, tiene que ser alguien creíble.
De su credibilidad y saberes, nace su autoridad moral ante la sociedad.
Un tramposo puede tener autoridad formal en muchos espacios
de la sociedad, pero jamás tendrá autoridad moral.
La educación es un servicio público de gran trascendencia en
la sociedad y si sus operadores fallan,
la sociedad se desarticula y pierde sus justos rumbos.
En esos elevados roles sociales, está, igualmente, la administración de justicia.
La sociedad le asigna a la estructura judicial, la muy
delicada tarea de que haya justicia en las relaciones humanas.
Por eso la administración de justicia, es un servicio público
primado. La justicia está concebida en interés de los ciudadanos.
Una sociedad se construye con armonía y paz.
Con trampas no hay desarrollo humano justo y equilibrado.
La justicia debe apuntar hacia la grandeza humana.
El estado, que también es un invento humano, al servicio de
los ciudadanos, actuando en nombre de los mejores intereses de la
sociedad, debe garantizar la justicia
para todos.
Pero, en una relación dialéctica, la administración de justicia,
y esto es un gran logro de la revolución francesa aún perdurable, debe, al
mismo tiempo, controlar todas las actividades del estado/gobierno.
La justicia no le pertenece a ningún sector o miembro
específico de la sociedad. E, incluso,
la justicia, como valor supremo, está
por encima de los jueces y demás operarios del sistema judicial. La justicia,
como servicio público permanente, es más
importante que los jueces quienes, por definición, son temporales.
El servicio de justicia, hoy día, en nuestro país, está
profundamente extraviado de sus cometidos naturales.
El TSJ, cabeza del sistema judicial venezolano, en la
actualidad goza de muy poca credibilidad.
Las actuaciones judiciales emanadas del TSJ, por desatinadas,
ante la sociedad, lo debilitan notoriamente.
Percibo como causa de las erráticas actuaciones del TSJ,
principalmente de su Sala Constitucional, el desvío de sus roles.
Las funciones primordiales del TSJ y, en general, del sistema
judicial venezolano, es darle, a los ciudadanos, un eficiente y oportuno
servicio público de justicia.
Pero, no, el TSJ, está es al servicio del poder ejecutivo.
Así, el TSJ, abandonó a los ciudadanos y se echó en brazos
del gobierno.
Con ese desvío en el alma, aquí, jamás desde el TSJ
obtendremos justica al servicio de todos.
Lo peor que le puede pasar a un país es que, un sector de la
sociedad, por muy poderoso e importante que sea, capture para sí el TSJ.
Aquí nadie quiere decir estas cosas por temor o cálculo. Yo,
no temo. Sé que el actual sistema judicial, no le sirve al país ni a la
justicia. Y lo digo.
El TSJ está al servicio de Miraflores, no de los ciudadanos.
Así no habrá justicia.
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