Al caer la noche, el antropólogo español Miguel Botella cuelga el turbante azul que viste en la excavación arqueológica donde trabaja para ponerse la bata de médico. Durante un mes se convierte en el doctor de las aldeas del este de Asuán, cuyos habitantes esperan su llegada para que les alivie sus patologías.
Cada día, sobre las 19.30 horas locales, da comienzo la consulta. Una ristra de gente se amontona en el salón de la entrada de una casa de cuatro pisos, situada enfrente del entramado urbanístico de Asuán y que acoge la misión arqueológica de Qubbet el Hawa, de la que forma parte Botella.
Esto sucede cada temporada, desde hace prácticamente una década, cuando la gente del pueblo se enteró de que Botella era médico, además de trabajar como antropólogo forense estudiando las momias en la excavación, que se remonta a la época faraónica.
La noticia se extendió rápidamente por las calles de las humildes y pequeñas aldeas coloridas, donde no hay doctores y sus vecinos se ven obligados a cruzar a la otra orilla del Nilo para recibir atención.
"La gente se enteró de que yo era médico porque tuvimos un problema en el yacimiento y tuve que coser una herida", afirma a Efe Botella, poco antes de ponerse el sol, desde la terraza de su hogar temporal, situado en una de las cinco aldeas que forman el este de Asuán.
"No hay médicos en toda la zona del este de Asuán, donde hay una cantidad de población estimable. No hay médico, no hay Seguridad Social y en Asuán los hospitales son de pago. Y claro, son enormemente pobres", apunta el catedrático de Medicina Legal de la Universidad de Granada (sur español).
A Botella le apodan en el pueblo como "Abu Digui", que para ellos significa "el hombre respetable con barba", que el médico luce con orgullo y que siempre manosea en cuanto se acerca a un paciente para realizar el diagnóstico.
Sin embargo, más allá de estos casos, las patologías que suele tratar Botella "son, mayormente, sencillas", pues "la gran mayoría son problemas de artrosis, de columna o de rodilla", dice.
Esto se debe, sobre todo, a la deplorable calidad de vida, ya que "teniendo en cuenta que el pueblo es desierto, no hay calles, y que es pura arena, la mujer se destroza las rodillas y la cadera cuando sale, y también por los niveles de obesidad que existe entre ellas. Ese es el gran problema", indica.
Cuando "Abu Digui" pasea por la aldea o monta en la camioneta pick-up que le conduce al yacimiento, la gente le saluda y sonríe como si de un salvador se tratase.
"Son experiencias que no tienen precio. Es una cosa enormemente difícil, pero tan gratificante que merece la pena", arguye, al agregar que no quiere que se lo agradezcan ya que esa es su labor voluntaria.
Con un brillo en los ojos que le hace olvidar todos los esqueletos y momias que ve a diario, señala: "esto tiene un punto importante y es ver que puedes hacer algo por la gente. Por poco que hagas estás ayudando. Te cogen la mano y te dicen gracias. Y eso no tiene precio". EFE
OS
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