Había un científico cuya pasión por la geología y la paleontología solo se podía igualar a la voracidad de su estómago. Un tipo tan excéntrico que dedicó gran parte de su vida a tratar de comer todos los animales que pudo para conocer su sabor. No fue lo único, William Buckland llegó a comerse el corazón de un rey.
En la Inglaterra victoriana había un hombre ligado a la excentricidad, ese fue sin duda William Buckland, uno de los principales geólogos y paleontólogos de la época que se hizo famoso por ser el hombre que se comía todo lo que le pusieran por delante.
Buckland nació en 1784. Después de ganar una beca para Oxford en 1801, el hombre se convirtió en la primera persona en leer geología en la universidad, lo hizo antes de calificar como sacerdote y de convertirse en profesor, un trabajo que rápidamente le valió una reputación como maestro poco ortodoxo. De hecho, se suele recordar en los libros la siguiente escena en una de sus clases:
El profesor Buckland caminaba como un predicador franciscano arriba y abajo detrás de una larga vitrina... Tenía en la mano una enorme calavera de hiena. De repente, bajó corriendo los escalones, corrió al cráneo en la mano al primer estudiante de la banca delantera y le gritó “¿Qué gobierna el mundo?” El joven, aterrorizado, no respondió. Luego corrió hacia otro lado, apuntando a la hiena en otra cara: “¿Qué gobierna el mundo?” “No tengo ni idea”, contestó el estudiante. “¡El estómago, señor!”, exclamó, “el estómago gobierna el mundo”.
La obsesión de Buckland con el reino animal no conocía límites. Como presidente de la Royal Geographical Society, publicó el primer estudio científico de un esqueleto de dinosaurio, al tiempo que su papel en la Sociedad para la Aclimatación de Animales le permitió importar todo tipo de criaturas al Reino Unido para estudiar su idoneidad para la cena.
Casualidad (o no), esto coincidió con esa ambición personal de toda la vida: comerse un ejemplar de cada animal que existía, algo así como un Noe enloquecido y sediento de sangre. De hecho, William fue muy famoso por entretener a los invitados que tenía en su casa con comidas exóticas como erizos, avestruces asados, marsopa, filetes de cocodrilo e incluso cachorros de perro cocinados. Su hijo, Francis, tenía un paladar bastante parecido, de ahí que juntos vieran el Arca de Noé como una especie de menú para la cena.
Lo cierto es que no está nada claro que llevó al hombre a esta escalofriante dieta, aunque la mayoría de historiadores se apoyan en la idea de que Buckland era un tipo al que le gustaba la fama junto a ese comportamiento excéntrico.
De entre sus aficiones más extravagantes, el hombre tenía predilección por desayunar ratones servidos en tostadas. Decía que el topo común era el plato más vil que había comido hasta que masticó la mosca azul. Su casa estaba repleta de huesos, fósiles y mascotas que le servían como conejillos de Indias: desde un pony hasta serpientes, ranas, hurones, halcones, búhos, gatos, perros o una hiena de mascota a la que llamada Billy.
Una de las historias que más se repiten con el personaje tuvo lugar cuando Buckland se encontraba de visita en una catedral italiana en 1836, momento en que un sacerdote le dijo que el piso estaba resbaladizo porque se trataba de sangre milagrosamente fluida de los mártires sacrificados. Buckland se arrodilló, pasó la lengua por el suelo y declaró que el líquido era orina de murciélago.
La segunda escena que daría para un corto de terror ocurrió poco después. Al parecer, ingirió el corazón momificado de 140 años de edad perteneciente al rey Luis XIV de Francia. El corazón lo robaron durante la Revolución Francesa hasta que un amigo de William, Lord Harcourt, el arzobispo de York, lo adquirió. Cuando Harcourt retiró el corazón de una caja, William rápidamente se abalanzó y se lo metió en la boca.
Ya sea tratando de determinar su origen geológico (tal vez pensó que era una piedra), o porque quería otra muesca en su delantal, el hombre se la tragó. De ahí la mítica frase de William: “He comido muchas cosas extrañas, pero nunca había comido el corazón de un rey antes”.
En cualquier caso, y fuero de su extravagancia, William fue y sigue siendo un científico respetado en su campo: excavó uno de los restos arqueológicos humanos más antiguos jamás encontrados, fue pionero en las ciencias modernas de geología y paleontología, y se convirtió en decano de la abadía de Westminster. Sin embargo, ninguna de estas cosas evitó que el mismísimo Charles Darwin lo denominara como un “hombre vulgar y casi grosero impulsado más por la notoriedad que por su amor a la ciencia”.
Fuente: gizmodo / MF
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