Tedros Adhanom Ghebreyesus, presidente de la Organización Mundial de la Salud, OMS, declaró la semana pasada que el coronavirus, identificado como COVID-19 y que causa complicaciones respiratorias, es capaz de crear más “agitación” política, social y económica que un ataque terrorista.
La Voz de América informa sobre la ausencia de temor por parte de la comunidad china que vive en la capital del Zulia, la ciudad petrolera por excelencia de Venezuela.
Alfonso Fung escribe, con ritual lentitud, números en diminutos papeles blancos, apoyado sobre el contador metálico de su negocio, una venta de artículos para fiestas de la avenida Delicias de Maracaibo, la ciudad petrolera de Venezuela.
Los productos ubicados cerca de su caja registradora, como galletas dulces y bolsas de caramelos, tienen adheridos los trocitos de hoja blanca con cifras rojas de bolívares venezolanos. Son los nuevos precios que el comerciante, nacido en China hace 85 años, ha actualizado este lunes.
A sus espaldas, un retazo rectangular refleja su promoción del día, escrita también a mano y con marcador rojo: “hoy, chocolate Savoy de 130 gramos y Coca-Cola bien fría, 120.000 bolívares”.
Una pareja de clientes llega a curiosear sus ofertas. Fung, quien llegó a Venezuela en 1960, les saluda con amabilidad. Está indiferente a la mala reputación que pudieran tener en su negocio las noticias del coronavirus, que ha matado a 1.807 personas en China tras revelarse su brote en diciembre.
“Mis clientes no están preocupados. En realidad, aquí en Venezuela no están preocupados”, comenta, con la voz exaltada Reduce los reportes de prensa y las advertencias de instituciones sanitarias globales sobre el virus a la categoría de “mala propaganda” para su país.
El vocero de la OMS Tedros Adhanom Ghebreyesus lo llamó “el enemigo público número uno” del mundo. Para Fung, a 15.000 kilómetros de distancia de su tierra natal, es un asunto menor que no repercutirá en su cotidianidad.
“Eso es una cosa normal, como la vida, cualquiera puede tenerlo. Cuando hay alguna cosita allá, son (noticias) grandes”, critica, vehemente. “Las buenas no son grandes, las malas, sí”, añade.
Fung es parte de la amplia comunidad de chinos radicados en Venezuela. Un portavoz de la Oficina Económica y Cultural de Taipei en Venezuela dijo en 2000 que había 60.000 chinos en el país. Hace cuatro años, sin embargo, el embajador de Beijing en Caracas los cifró en 200.000.
La mayoría llegó al país en oleadas migratorias en los siglos XIX y XX, principalmente de Cantón, la provincia más poblada de China, según investigaciones del historiador Jesús Camejo Yánez.
Fijaron sus residencias y tuvieron descendencias en ciudades principales de Venezuela, como Caracas, Valencia, Barquisimeto y Maracaibo, dedicados al comercio, la industria y la agricultura.
Fung, quien dice haber llegado “muy pobre” a Maracaibo, cuenta que el nuevo coronavirus tampoco ha despertado prejuicios ni xenofobias en su contra. Se siente, en cambio, mejor valorado.
“Ahora me respetan. Antes, me llamaban ‘chino, chino’. Ahora me llaman ‘señor Fung’”, asegura, irguiéndose de orgullo. Lo atribuye a la buena reputación de la cual goza su comunidad gracias, a su entender, al resurgir económico de China, considerada la segunda potencia financiera del mundo.
Delgado y espigado, se mueve de su lugar frente a la máquina registradora. Silente, con las manos tomadas tras su espalda, camina a la entrada de su negocio. Contempla a sus clientes mientras recorren la tienda, comparando en voz alta los precios de productos con los de otros comercios.
China -opina Fung, retomando la conversación- tiene la capacidad de solucionar su última epidemia, como lo hizo con el SARS, en 2003, la gripe aviar, un año luego, y el H1N1, en 2009.
“Si fuera otro país, ¡olvídate! Están tranquilos, completamente bien”, afirma, refiriéndose a versiones que ha escuchado de familiares y amigos que viven en la nación asiática.
“Eso está lejos”
El restaurante 838, de comida china, tiene una sola de su docena de mesas ocupadas el mediodía de este lunes. Dos hombres degustan un par de sopas de fideos. Apenas, otro cliente se acerca al contador para retirar su pedido para llevar. Se despide, dejando atrás un local abismalmente vacío.
Elena, dueña del negocio y de origen chino, no atribuye en lo absoluto la caída de las ventas en los últimos meses al nuevo coronavirus, sino a la complicada coyuntura económica de Venezuela.
El país registró entre enero y diciembre del año pasado la peor inflación del mundo, de 9.585,5 por ciento, según reportes oficiales del Banco Central de Venezuela. Venezuela, también, experimenta la caída de su capacidad productiva desde hace seis años, denuncian economistas como Jesús Casique.
“Son tiempos difíciles”, dice, discretamente la empresaria, quien pide reservar su apellido.
Elena tiene amigos en Cantón, comparte, que la mantienen informada de las últimas cifras de contagios y de las medidas gubernamentales para combatir la enfermedad.
“No espero que llegue a Venezuela”, indica, esperanzada, sobre el coronavirus.
Verónica Bermúdez, una veinteañera que trabaja como auxiliar en el restaurante, la escucha atentamente. Efusiva, interrumpe a su jefa: “si llega el virus nos vamos a ver muy perjudicados”.
La joven hurga bajo la barra de atención al cliente. Toma y muestra una mascarilla celeste. La tiene a mano en el trabajo desde la semana pasada, cuando una familia de padres y niños de ascendencia asiática, recién llegada de China, comieron en el 838 con evidentes síntomas de gripe.
“No tomé mayores precauciones ese día. La voy a usar si me toca otra vez, no me importa”, acota.
Julio Chang, encargado del restaurante El Nuevo ABC, uno de los más icónicos de la ciudad en su especialidad, desestima el impacto de la fama mundial del coronavirus en sus operaciones.
“Eso está lejos. No creo que llegue”, observa, sentado en una mesa, antes de detener su opinión para saludar y estrechar las manos de tres clientes asiduos.
Chang precisa que no ha instruido a sus cocineros ni meseros a que tomen medidas sanitarias adicionales o extraordinarias desde que surgieron los reportes del coronavirus.
“Aquí, se puede trabajar todavía”, defiende.
Enrique, un empresario chino entrado en sus 70 años, menciona que “todos” los restaurantes de comida asiática, como el suyo, el OK Cosecha, han experimentado un bajón de sus ventas, pero enfatiza en que ello no responde a los temores de sus comensales al coronavirus.
“(La economía) está bajando desde (Hugo) Chávez. Esto ya estaba muerto antes de los enfermos” en China, declara, impetuoso, antes de espantar a la prensa al ingresar un grupo de clientes al local.
Incredulidad en el mercado
Carlos Zhen, de 28 años, bromea con clientes en el angosto -aunque extenso- espacio desde donde vende artículos de limpieza en el bullicioso Mercado Las Pulgas, aledaño al Lago de Maracaibo.
Una canción vallenata suena estruendosamente en un parlante de un comercio cercano. La gente se tropieza entre los angostos pasillos del mercado. Unos cuentan fajos de billetes, otros pregonan ofertas a todo pulmón en un ambiente de altas temperaturas y un hedor a orín de vieja data.
Zhen está de inmejorable humor a pesar de que su madre corre riesgo de contagio en su natal Cantón. “Me dice que ya está normalizado, ya casi todos están saliendo de su casa”, explica.
Una cuadra luego, “Junior”, como conocen al dueño de la venta de papelería y artículos de oficina Variedades 2028, está sentado en silencio, con la mirada perdida en el gentío, a la espera de clientes.
El COVID-2019 sería letal para todo negocio de propiedad china, el suyo entre ellos, estima. “Si llega un paisano y trae el virus, nos afectará”, augura, despreocupado por los momentos.
Daniel Lin, de 23 años, encargado del puesto conocido como Inversiones Saturno, confía en su propia lógica para negar que un contagiado del coronavirus pueda migrar a Venezuela.
“Un enfermo con ese virus tendría que hacer muchas escalas en grandes países con defensas sanitarias durante dos días antes de venir”, dice el joven, de ascendencia china, nacido en Maracaibo, mientras una mujer espera que le cobre una factura de 140.000 bolívares con su tarjeta de débito.
Lin tiene dificultades para conectar el artefacto inalámbrico que usa para los cobros, conocido localmente como punto de venta. Eleva el aparato, estirando su mano en alto lo más que puede, como si una conexión exitosa le esperara apenas unos centímetros más arriba.
El coronavirus no es un tema que su familia discuta con regularidad, menos frente a los clientes.
“Nada. Eso no va a llegar acá a Venezuela”, insiste, antes de mostrar a su cliente el recibo de su pago, finalmente exitoso en medio de la bullaranga y el vaporoso calor del mercado venezolano.
Con Información de VOA
Informe21/LJ
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